Me introduzco en él, guardando en su pequeño espacio mi sustancia,
desmembrándome para acomodar prolijamente cada una de mis partes.
Lo primero que me quito es la piel la que cuelgo cuidadosamente en
una percha casi siempre al lado del vestido rojo aquel que tantas veces la
vistió sensual y esclava del deseo.
Luego guardo en un cajón mis ojos, envueltos en aquel pañuelo que
perteneció a mi abuela, el que siempre me acompaña cada vez que me invaden los
recuerdos.
Mis pies cansados los acomodo en el estante de los zapatos,
preferentemente cerca de aquellos más gastados, fieles compañeros de caminos
recorridos.
Logro separarme de mis manos las que quedan guardadas en el
bolsillo agujereado de aquel saco viejo proclives a resbalarse sin poder ceñirse
a nada y entonces, me quedo ahí, acurrucada en la oscuridad total donde el
tiempo parece detenerse y el mundo que está afuera parece tan lejano.
Me llega el aroma cítrico del incienso, el olor de la ropa
limpia, y el perfume de las prendas usadas.
Hoy en ningún momento tengo miedo a este vacío, me dan ganas de
quedarme aquí un buen rato, me es posible escuchar lo que pienso, me brinda la
oportunidad de la soledad, esa soledad austera en la que no necesito caricias y
no necesito ver, ni tener mis manos en movimiento.
Esa soledad sedentaria que me estanca al ropero para poder estar
conmigo, ésta soledad que disfruto a veces.
Ésta; mi soledad.
Mónica Gribaudi