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miércoles, 10 de octubre de 2018

Mi ropero



Me introduzco en él, guardando en su pequeño espacio mi sustancia, desmembrándome para acomodar prolijamente cada una de mis partes.
Lo primero que me quito es la piel la que cuelgo cuidadosamente en una percha casi siempre al lado del vestido rojo aquel que tantas veces la vistió sensual y esclava del deseo.
Luego guardo en un cajón mis ojos, envueltos en aquel pañuelo que perteneció a mi abuela, el que siempre me acompaña cada vez que me invaden los recuerdos.
Mis pies cansados los acomodo en el estante de los zapatos, preferentemente cerca de aquellos más gastados, fieles compañeros de caminos recorridos.
Logro separarme de mis manos las que quedan guardadas en el bolsillo agujereado de aquel saco viejo proclives a resbalarse sin poder ceñirse a nada y entonces, me quedo ahí, acurrucada en la oscuridad total donde el tiempo parece detenerse y el mundo que está afuera parece tan lejano.
Me llega el aroma cítrico del incienso, el olor de la ropa limpia, y el perfume de las prendas usadas.
Hoy en ningún momento tengo miedo a este vacío, me dan ganas de quedarme aquí un buen rato, me es posible escuchar lo que pienso, me brinda la oportunidad de la soledad, esa soledad austera en la que no necesito caricias y no necesito ver, ni tener mis manos en movimiento.
Esa soledad sedentaria que me estanca al ropero para poder estar conmigo, ésta soledad que disfruto a veces.
Ésta; mi soledad.
                                                Mónica Gribaudi